La condena del Tribunal Supremo al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, no es una anécdota jurídica para rellenar telediarios. Es el crujido de la viga maestra. En la España de 2025, hemos normalizado lo aberrante: que el máximo defensor de la ley sea condenado por el máximo tribunal y que, en lugar de dimisiones y vergüenza, la respuesta política sea el cierre de filas y el ataque a los jueces. Y es aquí, exactamente aquí, donde la historia deja de rimar para empezar a repetirse.
Miremos atrás, pero miremos bien. La tragedia de 1936 no estalló porque sí una tarde de julio. Se cocinó durante años en una atmósfera idéntica a la nuestra. En la primavera del 36, el Parlamento dejó de ser una cámara de debate para convertirse en un teatro de amenazas. Cuando hoy escuchamos a Ione Belarra gritar que “o reventamos a la derecha o ellos nos revientan a nosotros”, no estamos oyendo nada nuevo; estamos escuchando el eco fantasmagórico de aquellos diputados de la Segunda República que, meses antes de la guerra, ya no veían enfrente a adversarios políticos, sino a enemigos mortales a los que había que purgar.
El drama de entonces fue que las instituciones perdieron su auctoritas. La Justicia fue tachada de fascista por unos y de revolucionaria por otros, hasta que nadie creyó en ella. Hoy, cuando se habla de “lawfare” o de “golpismo togado” cada vez que una sentencia no gusta, estamos cometiendo el mismo suicidio cívico. Estamos destruyendo al árbitro para poder matarnos a gusto en el partido.
Nos creemos inmunes. Nos miramos al espejo y nos decimos: “Nosotros no somos como aquellos españoles en blanco y negro, brutos y analfabetos. Nosotros somos europeos, tenemos 5G y democracia”. Qué inmensa soberbia. La tecnología cambia, pero la naturaleza humana no. El odio que destilaban los editoriales de los años 30 es el mismo que destila hoy Twitter/X o las tertulias de la mañana. La única diferencia es que nosotros tenemos más que perder.
Basta ya de tonterías. Basta de manosear la “memoria histórica” mientras pisoteamos sus lecciones más básicas. La lección del 36 no es quién ganó o quién perdió; la lección es que, cuando se rompe el respeto al que piensa distinto y se deslegitiman las instituciones, el desastre es una cuestión de tiempo.
España no se dirige necesariamente a una guerra de trincheras, pero sí a una parálisis institucional absoluta, a una “guerra civil fría” donde la convivencia se hace imposible. Si seguimos por este camino, cegados por la bilis y la polarización, no tendremos derecho a preguntar “cómo pudo pasar”. Porque la historia nos lo está gritando a la cara y nosotros, con una arrogancia suicida, hemos decidido mirar hacia otro lado.