Hoy, 28 de octubre, miles de estudiantes estaban llamados a la huelga. El motivo era, o debía ser, un grito unánime, sordo y roto contra el acoso escolar. El motivo tenía un nombre: Sandra, una niña de 14 años cuya vida se apagó hace dos semanas, presuntamente devorada por esa lacra silenciosa que es el bullying.
Una tragedia así debería suspender toda diferencia. Debería unir a alumnos, padres, profesores y a toda la sociedad, independientemente de su ideología. El acoso no distingue entre votantes de izquierdas o de derechas; la crueldad en el patio del colegio no pide el carnet de ningún partido. Es un problema de humanidad, o de la falta de ella.
Es innegable que muchos, quizás la mayoría, de los jóvenes que han salido hoy a la calle lo han hecho movidos por la empatía y por un rechazo genuino al acoso. Han salido por Sandra.
Sin embargo, sus voces han sido ahogadas y sus buenas intenciones, secuestradas. Hemos asistido a la miserable instrumentalización de la muerte de una niña por parte de sus convocantes. La organización, el Sindicato de Estudiantes, ha decidido que el dolor de una familia era el combustible perfecto para su pancarta ideológica.
Las imágenes que han definido la protesta, las que han circulado y las que la propia organización ha promovido, son una vergüenza. No reflejan un duelo unánime, sino un mitin excluyente. Un cartel en primer plano, sostenido por los manifestantes, sentenciaba: “EL ACOSO ES: MACHISMO, LGTBIFOBIA, RACISMO, FASCISMO”.

¿Es que no existe el acoso por ser gordo, por ser delgado, por ser empollón, por ser tímido, por ser pobre o simplemente por ser diferente? ¿Acaso el hijo de un obrero no puede ser un acosador, o el hijo de un conservador no puede ser una víctima?
Al definir el bullying exclusivamente con sus términos ideológicos, el Sindicato de Estudiantes no lucha contra el acoso: lo utiliza. Excluyen de la ecuación a todas las víctimas que no encajan en su narrativa y, peor aún, señalan como acosadores a todo el que no piense como ellos.
La desfachatez de los organizadores y de los grupos más politizados ha llegado al punto de personalizar el ataque, con carteles que rezan: “VITO QUILES FASCISTA TU ERES EL ACOSO”.

Esto ya no es una protesta contra el bullying; es un acto de campaña que usa el nombre de una niña fallecida como escudo humano. Cientos de jóvenes, que quizás solo querían pedir justicia para Sandra, se han visto enmarcados por banderas rojas y consignas que nada tenían que ver con el patio del colegio.
Lo que ha hecho hoy este sindicato es una traición a la memoria de Sandra. Han cambiado el “Basta de bullying” por el “Basta de discursos de odio”, un término deliberadamente ambiguo para poder rellenarlo con su propia agenda, tal y como se ve en su propia cartelería oficial.

El problema del acoso escolar es demasiado grave, demasiado profundo y demasiado doloroso como para dejarlo en manos de oportunistas que pasean sus banderas rojas sobre el luto de una adolescente. Han politizado el dolor, fracturando lo que debía ser una respuesta unida.
El momento de recapacitar que han robado
Y aquí es donde debemos detenernos a reflexionar. ¿De qué sirve esta guerra de trincheras ideológicas? Mientras el Sindicato de Estudiantes colecciona enemigos para su manifiesto, el acosador real —ese que no lleva una bandera, sino que se esconde en el anonimato de un grupo de WhatsApp o en la impunidad del pasillo— se ríe.
Se ríe porque la atención se ha desviado. El foco ya no está en él, ni en la víctima; está en “Vito Quiles” o en el “fascismo”.
La verdadera lucha contra el bullying no se gana con eslóganes que dividen, sino con herramientas que unen. Se gana con más psicólogos en los centros, con protocolos de actuación implacables que se cumplan de verdad, y con la valentía de señalar al compañero que abusa, piense como piense y vote a quien vote. Al politizar el acoso, le damos al acosador una coartada: “te atacan por tu ideología”, no “por ser un miserable”. Le fallamos a Sandra no por falta de rabia, sino por dirigirla al enemigo equivocado.
Han fallado a Sandra y le han fallado a la próxima víctima, que hoy ha visto cómo su sufrimiento real importa menos que la guerra cultural de siempre, impuesta por los mismos que decían defenderla.
Hoy, la lucha contra el acoso escolar ha perdido. Ha ganado la política más rastrera.